miércoles, 11 de agosto de 2010

Un ángel dual de corazón pensante, Juan José Macías

Antonio Porchia y Roberto Juarroz:
Un ángel dual de corazón pensante

Ser alguien es ser alguien solo. Ser alguien es soledad
A.P.

Nadie se compromete salvo con aquello en lo que cree reflejarse o con aquellos con quienes desea reconocerse. No se trata en mi caso de semejanzas ni de aproximaciones, de eso que impulsó a Jean-Paul Sartre a hablar de Baudelaire o a Henry Miller de Rimbaud. Qué más quisiera que encontrar vecindades de tipo existencial, poética o moral entre lo que a mí obedece y dos poetas a los que juzgo afines, sí, pero entre ellos, muy a pesar de sus diferencias esenciales: Antonio Porchia y Roberto Juarroz, dos poetas idénticos cada uno a su propia manera de vivir, dos solitarios que a partir de conocerse sólo «trataron de acompañarse», para utilizar la sensible norma incansablemente pronunciada por el autor de Voces.
La pasión que pusieron Sartre y Miller al escribir sobre Baudelaire y Rimbaud,[1] es la misma que se muestra en las palabras de Roberto Juarroz en ocasión de hablar de Antonio Porchia. Y es que cada uno habló de su poeta como si hablara de sí mismo; como si no hubiera distancia de ninguna clase entre uno y otro, al grado de hacer de una biografía una autografía: « ¿He hablado de Porchia o he hablado de mí?», se preguntará Juarroz al final de su postfacio a Voces, en un momento que conviene —por probidad— juzgar de extrema lucidez. ¿Se preguntarían lo mismo Sartre y Miller al cabo de sus indagaciones, de sus reflexiones, en torno a la vida y obra de ambos poetas franceses? Pero a diferencia del novelista y del filósofo que conocieron a su poeta a través de las confidencias que tanto Baudelaire y Rimbaud hicieron sobre su persona, de su correspondencia con amigos, de sus notaciones al margen de su obra; que conocieron, quiero decir, a su poeta a través de esa manera otra de vivir que es la lectura, Juarroz conoció personalmente a Porchia, conoció su forma de pensar, su manera de tratar con el mundo, su forma extraordinaria de estar en el mundo: «Quienes estábamos con él, sentíamos al hablar que cada palabra se volvía profunda por su atención ilimitada. Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes. Y cuando él hablaba, teníamos la sensación de que lo hacía ya “desde el otro lado”, que por otra parte se volvía entonces infinitamente próximo, mucho más que este lado».[2]
Juarroz no infirió a Porchia: lo vivió. Juarroz tuvo la fortuna de toparse en la vida con ese espíritu afín que Baudelaire encontraría en Poe, Rimbaud en Baudelaire, Miller en Rimbaud, Sartre en Baudelaire, mediando entre ellos una distancia temporal y en ocasiones geográfica. Pero en el caso de Porchia y Juarroz, esas distancias fueron anuladas por las bellas costumbres del azar. Se hicieron acompañar sin abolir del todo la propia soledad que decidieron asumir cada uno por distintas razones. Porchia —soltero por siempre— para no comprometerse, para no comprometer. Juarroz, porque creía que el azar es la mano más segura: se ofrezca incluso en sus aspectos de desorden, de causalidad e irónico designio. Solitarios, porque no encontraban espacio en las instituciones ni en los grupos de intelectuales a los que por ninguna y obvia razón pondrían al cuidado su sensibilidad, su aprendizaje y su destino. Solitarios, pero aliados en ese margen que la libertad y la soledad abren —la soledad que ayuda a la reconciliación con uno mismo y hace de nosotros seres más genuinos—. Solitarios, en el caso de Porchia, rumbo a la amistad con la mujer más lejana, aquella que nos es arrebatada y que sufre con nosotros la pérdida de jamás comenzar.
Y es que uno pierde el mundo por ganar el amor: el amor que nos hace a la vez reconquistar el mundo. El amor al prójimo en el cual a veces es posible creer. Pero en todo momento el amor a la poesía y a la vida que parece ser nada cuando uno quiere ofrendarla, de pronto esté uno dispuesto sin embargo a pensar que sólo merece vivir quien no tiene corazón. Extraña frase ésta cuando que, por una idea romántica, es gracias al corazón que vivimos; el corazón que golpea fuerte e insistentemente a las puertas del porvenir porque desea seguir viviendo. Pero si pensamos en Baudelaire y Rimbaud, no siempre es así. Viviendo en los extremos, ellos dejaron de tener un corazón para el mundo que pronto o más tarde descubrirían que en nada los comprometía, siquiera con su propia soledad a la que fueron arrojados. Ambos coincidentemente por su propia madre la que, para Baudelaire, representaría una traición al saberla casada de nueva cuenta poco tiempo después de su viudez; y la que, respecto a Rimbaud, personificaría la autoridad. Nunca desearon estar solos. Y, sin embargo, por fatalidad lo estuvieron. Contrario a ellos, Porchia y Juarroz escogieron paradójicamente la soledad por exigirse más bien una relación con lo otro: el silencio, la poesía. «Con él aprendimos —aceptará Juarroz al referirse a Porchia— cómo la soledad puede llegar a ser lo contrario al aislamiento y también la condición vertebral de una obra.»[3]
Solitarios, entonces, como en ocasión de hablar con uno mismo, muy poco se sabe de su vida, al menos no en la forma como se sabe de aquellos que han perdido su obra al ganar una biografía. No es el caso por supuesto de Rimbaud y Baudelaire. En ellos vida y obra son de igual modo perturbadoras y fascinantes. Rimbaud termina por tener el rostro de sus visiones: concibe el infierno a la postre padecido por él. Baudelaire crea con sus rencores las flores malditas que lo coronarán como el más grande poeta de su tiempo. Dieron mucho de qué hablar, para jamás ser olvidados. Porchia y Juarroz en cambio tuvieron una vida para vivirla. Tuvieron una obra... que es toda su biografía.
Al margen de grupos de poder, de las legislaciones culturales y sus tendencias dominantes, de los círculos y grupúsculos literarios, crecieron y marcharon solos, sin relación estrecha con «los grandes hombres». No por orgullo, sino por pasión a un heroísmo más bien casi imposible que ausente, y con un proyecto afín: ser escritores sin antes pensar en volverse ilustres, poetas verdaderos por cuanto poetas clandestinos, o mejor: demiurgos que entregarían al poeta sus poderes sagrados con los cuales borrar para ellos algunas zonas del mundo: demarcaciones a las que no les permitieron ingresar, o en las que ellos no se permitieron ingresar por ese heroísmo casi imposible de ser uno consigo mismo, y que en tales zonas ya no cabe con uno y sus pensamientos. «Yo no escribo —admitirá Juarroz— para estar en la literatura ni competir en sus forcejeos por una reputación o un renombre, con o sin garantía de certificada permanencia. Tampoco escribo para depositar mi ofrenda en el ara de ese ídolo que se ha impuesto a todos los demás: el éxito. No escribo, por supuesto, para codearme con Shakespeare o Cervantes, ni para ganar dinero, posiciones políticas o ideológicas, una imagen cotizada en el mercado o la aureola de lata de la crítica y las tesis universitarias».[4] Pensamientos contrarios por fortuna al pensar general: fama, reconocimiento, dinero y, por añadidura, seguros de vida y de enfermedad, pensiones de vejez y lo mejor: pasarela de individuos de gran estilo hacia la posteridad. Así veo a Porchia y a Juarroz a través de lo poco que se ha dicho de ellos: dos Robinson Crusoe en su isla imposible, solos con su vida y sus pensamientos, con sus problemas fundiéndose y disolviéndose, con los ligámenes rotos respecto de la cultura dominante, pero en acuerdo con ellos mismos. Los veo a través de su poesía. Una poesía en la que se percibe claramente la experiencia del pensar. Una poesía de corazón pensante; de corazón contradictorio donde la verdad es siempre fugitiva. Y también: una poesía a contracorriente o en franca contradicción con la actividad moral en curso. Así admitió Breton de Porchia y es imposible no admitirlo a la vez de Juarroz. Poesía de principios morales refractarios de lo ya consignado, lo ya probado por la razón práctica del tipo «debo o no debo», o del tipo «lo que es bueno es bello y no puede surgir de aquello que se le opone». Pero, sospechamos: lo bello es cosa terrenal (la belleza es amarga y precaria) que adviene también en su opuesto de consunción: lo pútrido. No lo creía así Platón, de cuya creencia que viene de antiguo, que de tan antiguo parece eterna, aún no hemos podido alejarnos lo suficiente en dirección opuesta a ella: «lo bueno es siempre útil y agradable». Creencia temerosa de emparentarse con lo que se reputa como malo, como la moral que la origina. Creencia: fe: instinto. Platón creía, tenía fe en su razón y obraba por instinto. Pero acaso él no lo veía de esa manera. No creía en las creencias, no tenía fe en la fe, y sólo daba razón a la razón. Habría que esperar a que un «filósofo del peligro» como Nietzsche llegara al convencimiento de incluir —tal vez por ello— «entre las actividades instintivas la mayor parte del pensamiento consciente, incluso el pensamiento filosófico».[5] Su enseñanza: el valor preferente de los impulsos vitales sobre la razón y la subversión de todos los valores.
En su poética Juarroz no haría otra cosa. En su idea de verticalidad, el signo ascendente del pensamiento y el signo descendente del instinto, no los observa de manera antitética. Esa línea, ese movimiento que va de arriba hacia abajo tiene para él un punto de rebote, efecto por el cual lo que está abajo (vida, naturaleza, fracaso, prueba) alcanza lo que está arriba (pensar, soñar, crear, escribir). Porchia, a su manera, dirá que El hombre es aire en el aire y para ser un punto en el aire necesita caer. Sabía, como Juarroz, que en la caída está la elevación. Ya tendremos la oportunidad de ahondar sobre este punto. Importa por el momento insistir sobre la libertad en la que se movían dos poetas cuyo pensamiento alcanzó una elevación con hondura, con profundidad, con vocación de abismo, gracias a esa libertad que se concedieron o a la que se autocondenaron en la consecución del ser propio y del propio hacer, ambos valores supremos de la actividad humana: ser y hacer (o, en términos heideggerianos: ser y construir, donde construir adviene habitar). Ser, entonces, se finca en el consentimiento o la libertad de elegir un hacer, esto es: un hacerse. Podríamos entonces decir: hacer es destino. También podríamos por oposición decir que igualmente el no-hacer es destino, pero el no-hacer no es propio del hombre, en tanto que el hombre no hace más que hacer. No somos dioses, somos mortales, de ahí que no podamos, como los dioses, reabsorbernos en la no-acción. El no hacer, supo ser a Dios, escribiría Antonio Porchia.

No he querido sino dejarme guiar, en este libro, por el impulso instintivo de construir un discurso que obedezca a la estructura social de muchas almas (más tarde vendrán Heidegger y otros a prosperar en esto que ahora cuento): digresiones, rodeos, desvíos, en este empeño mío —irresistible— de hablar de Antonio Porchia y de Roberto Juarroz, con la imposibilidad de hacerlo tal y como lo llevaron a cabo Miller y Sartre alrededor de Baudelaire y Rimbaud. El novelista y el filósofo hablaron de su poeta desde adentro, como una forma otra de ser confesionales, hablando de sí mismos como si de otros hablaran, como buscándose y sorprendiéndose al mismo tiempo de verdaderamente encontrarse en sus poetas, algunas veces con los ojos del crítico literario, otras con la mirada objetiva y pasmada del filósofo, pero sobre todo no queriendo hacer de las obras y de los autores una cosa, sea para incluso exagerarla y hacerla más visible ante sus propios ojos. Una obra y la vida de su autor no son cosas, son asunto de vida, siquiera se trate de una re-creación, de un volver (a) hacerlas y traerlas a un espacio sin tiempo: la escritura. No a la manera de Platón que, como diría Nietzsche, «recogió a Sócrates del arroyo, tan sólo como un tema popular, como un estribillo del pueblo, para hacer partir de él infinitas e imposibles variaciones, es decir, prestándole todos los disfraces y complejidades personales».[6]
Miller y Sartre no están, como Platón respecto de Sócrates, por delante ni por detrás de sus poetas. En estos libros excepcionales: El tiempo de los asesinos y Baudelaire —que son algo más que una biografía, más que un ensayo literario, que un estudio sobre la poesía y la vida de este ángel dual que encontró la elevación en la caída— están presentes los enojos, las pasiones, los asombros de dos escritores que se confunden como en un especie de autoanálisis con el tema que tratan, sin desaparecer detrás de lo que revelan, todo lo contrario: se siente la presencia casi física de ellos en sus palabras, como si lo que revelaran fuera su propia vida, engarzada a las lecturas de sus poetas, no hechas por analistas sino por clarividentes.
En lo que a mí obedece, insisto, sólo he querido en este libro romper a hablar. Hablar de Porchia y Juarroz bajo el supuesto de que me aluden por el lado más secreto de su obra, o por la parte que aún es para mí un misterio respecto de lo que a ellos me vincula. En el fondo lo sé: creo, con Juarroz, que no se puede hablar de lo que amamos sin hablar de nosotros mismos. Sé que su poesía —cuyo poder de azogue refleja su posición ante la vida— es la que me ha llevado a indagar alrededor de quienes considero dos poetas que se ayudaron a cumplir un destino. No es casualidad: hablar de Roberto Juarroz es naturalmente hablar de Antonio Porchia. Mejor es decir: de «don Antonio«, un viejecito del que se ha dicho que poseía —pese al lugar común— una nobleza y grandeza humana extraordinarias, atributos que no le gustaba que sus amigos tomaran tan en serio. Era uno de esos espíritus a los que sonroja que se les den las gracias, del mismo modo como acaso asombra saber que disponen de alma. No se trata aquí de ensalzar por gratuidad a quien por muchos se sabe de su bondad y de su espíritu en paz consigo mismo, de su humildad y sabiduría. Como poeta y como ser humano tuvo muchos admiradores, más mostrados que secretos. Quienes en su tiempo lo leyeron a profundidad, sintieron el impulso arrollador de personalmente conocerlo. Así ocurrió con Caillois. Así con Juarroz.


Fragmento del libro: La experiencia del pensar. Filosofía y poesía en Antonio Porchia y Roberto Juarroz. CONACULTA-Fondo Regional Para la Cultura y las Artes del Noroeste, México, 2009, 104 pp. Este libro fue distinguido con el Premio Nacional de Ensayo Abigael Bohórquez, 2008.

[1] Cfr. Jean-Paul Sartre: Baudelaire, Alianza Losada, Madrid, 1984, y Henry Miller: El tiempo de los asesinos, Alianza Editorial, Madrid, 1983.
[2] Roberto Juarroz: «Postfacio. Antonio Porchia o la profundidad recuperada», en Antonio Porchia: Voces reunidas, unam, México, 1999, p. 146.
[3] Ibídem, p. 50.
[4] Roberto Juarroz: “Por qué escribo”, en El poeta y la crítica. Grandes poetas hispanoamericanos del siglo xx como críticos. Selección, prólogo y notas de Juan Domingo Argüelles, unam, México, 1998, p. 274.
[5] F. Nietzsche: Más allá del bien y del mal, Grupo Editorial Tomo, trad. Roberto Mares, 3ª ed., México, 2005, p. 16.
[6] F. Nietzsche, op. cit., p. 125.

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