miércoles, 11 de agosto de 2010

Muerte, Mito y Poesía, Roberto León Santander

Según el Diccionario de Filosofía de Nicola Abbagnano, la muerte puede ser definida por lo menos de tres maneras:
a) como un hecho natural,
b) como inicio y fin de la vida y
c) como condición de posibilidad de la existencia humana, esto es, como determinación existencial de los actos humanos.

Por un lado, la muerte como un hecho natural objetivo es, en esta acepción, un hecho tan natural como el nacimiento, el crecimiento, la reproducción, etc., es un momento más de recomposición de los procesos biológicos que iguala a los vegetales y los animales con el hombre.

Por otro lado, la muerte entendida en su relación con el nacimiento, el inicio de un ciclo de vida, cabe en la concepción según la cual el alma es inmortal, que supone al cuerpo cárcel del alma (Platón) o un bien (Plotino). Como fin de un ciclo de vida, la muerte se entiende como reposo o cesación de los cuidados de la vida. Es el caso acerca del castigo del pecado original, que concluye con la vida perfecta de Adán, y la limitación esencial de la vida humana a partir del pecado de este personaje. Así, la muerte o cualquier defecto corporal, dependen del grado de sujeción del cuerpo al alma.

Finalmente, como posibilidad existencial, la muerte es la posibilidad siempre presente de la vida humana. Según el filósofo alemán de finales del siglo XIX, Wilhem Dilthey, la limitación de nuestra existencia por la muerte es siempre decisiva para nuestro modo de comprender y de valorar la vida.

Casi un siglo antes G. W. F. Hegel calificará a la muerte como el absoluto existencial. El hombre es el único animal o ser vivo que tiene consciencia: sabe que va a morir. De esta conciencia le viene al hombre su ser religioso, o sea, sin conciencia de la muerte no habría religión. El hombre religioso es el hombre consciente de su mortalidad. Si los hombres no murieran, serían dioses y no tendrían necesidad alguna de venerar algo externo y superior a ellos.

La muerte afecta y amenaza al hombre religioso en tanto que ella significa el paso ineludible a dar para alcanzar su salvación. Buena parte de los rituales religiosos está destinada a asegurar y regular las relaciones entre los vivos y los muertos, sobre un acuerdo de paz entre unos y otros: los vivos vivirán en paz, mientras los otros descansan también en paz gracias al cuidado de los primeros. En el culto funerario, los vivos buscan la comprensión de los difuntos por haberles sobrevivido. Por esto, los vivos rezan para que los muertos no vuelvan por ellos. Los ritos funerarios constituyen una afirmación colectiva de la vida, la afirmación de que ésta continúa. De ahí las ofrendas.

La reflexión sobre la muerte es un acto de conciencia exclusivamente humano: Frases tales como “no dejes que me muera”, “no me quiero morir, porque todavía tengo cosas por hacer”, son expresiones que muestran que el hombre sabe de su inevitable destino: la muerte.

La muerte del ser amado duele; este dolor nos recuerda que la vida aún no nos ha abandonado: no da lo mismo morir ahora que mañana. La confrontación es con la muerte. No sólo del que se ha ido de esta vida, o del enfermo que está a punto de irse y que no necesariamente ha de hacerlo, sino de uno mismo en tanto que testigo de un hecho que se presenta como negación absoluta de la existencia individual de los hombres y, por ende, de sus proyectos de vida.

En consecuencia, la muerte también vive: está en uno mismo; siempre lo está. El problema es aprender a hablarle, hacerla la receptora de nuestras emociones, dialogar con ella para llegar a acuerdos. En las salas de espera de los hospitales, o en los funerales, tal diálogo se facilita.

Con la muerte no se juega, o, lo que es lo mismo, tampoco con la vida. Cierto es que los muertos no hablan, pero nos acosan a todas horas. Los muertos viven en nosotros: la cultura pretérita está presente en cada uno de nosotros: “¡Le mort saisit le vif! (“¡El muerto atrapa al vivo!”), dice Karl Marx.

Esto quiere decir que, además del mundo de las cosas y las instituciones dadas históricamente, de su grandeza o de su miseria, propiamente heredadas del pasado antiguo o moderno, nos agobia toda una serie de sucesos que están presentes en la memoria colectiva de los pueblos: no sólo padecemos a causa de los vivos, sino también de los muertos. Ejemplos: los crímenes en la Plaza de las Tres Culturas (Tlatelolco), en Aguas Blancas, Ciudad Juárez, Xenaló, las víctimas del narcotráfico, del ejército, de la policía, y más y más, como las atrocidades vividas en las dos grandes guerras, o las invasiones imperialistas, igual pasadas y presentes.

De todos modos, la muerte asume la imagen de una persona con la que se puede establecer un diálogo. Hablar con la muerte implica asumir una actitud mítica, pues se le personifica, se le antropomorfiza, se le atribuyen cualidades humanas: ella escucha, entiende, hasta nos contesta de repente: también habla.

Pero, hablar con la muerte también implica hacerlo no con argumentos lógicos, sino con coraje, con dulzura, con emociones que ella bien percibe. Hoy se le venera como a una Santa: la de los bandidos, sean políticos, banqueros, empresarios de la comunicación o narcotraficantes, gendarmes o soldados; pero también la hay de los pobres. Hoy las iglesias han perdido el monopolio de la intermediación dialogante.

Hablarle a la muerte con dulzura, con emociones, con alegría de fiesta, se puede. Los gravados de Guadalupe Posada son la prueba. Del mismo modo, la poesía ofrece su lenguaje para negociar, discutir con ella, para amarla si es el caso. La poesía es el arte que permite al mortal hablarle con cadencia, con ritmo y armonía, con silencios y gritos hechos palabra, escritura, y también canto. La poesía hace posible la conquista amorosa de la muerte, no obstante, según el juicio, también retarla a duelo aun a costa de sabernos de antemano derrotados.

Sin embargo, el pensamiento del poeta no se confunde con ningún mito. Su trabajo, él lo sabe, es encontrar las palabras más emotivas, expresivas, que median el diálogo entre sus personajes, no importa si míticos, y su habilidad para crear fantásticos relatos, como un diálogo entre la muerte y el médico, y el sacerdote, y el afligido, o el filósofo que mide su distancia frente al hecho insalvable de la muerte. He ahí a Jorge Manrique cuestionando si cualquier tiempo pasado fue mejor por motivo de la muerte de su padre.

Volverse ante la muerte su fiel amante, pudiera ser la finalidad de cantarle a la muerte e intentar seducirla, con la labia del conquistador que algunos seres humanos han desarrollado esplendorosamente por experiencia de la vida. Y la muerte se convierte en el último gran amor, o al menos, la gran inseparable amiga. La que tarde o temprano estará con nosotros en las buenas o en las malas para siempre.


Xavier Villaurrutia declama en NOCTURNO EN QUE NADA SE OYE

Y en el fuego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo
aquí en el caracol de la oreja
en el latido de un mar en el que no sé nada
en el que no se nada
porque he dejado pies y brazos en la orilla
siento caer fuera de mí la red de mis nervios
mas huye todo como el pez que se da cuenta
hasta ciento en el pulso de mis sienes
muda telegrafía a la que nadie responde
porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.


José Martí le canta a la NIÑA DE GUATEMALA

Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.
Eran de lirios los ramos
y las orlas de reseda
y de jazmín: la enterramos
en una caja de seda.

Santa Teresa de Jesús dice mística

Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero,
que muero, porque no muero.
Lope de Vega en su ROMANCE AMOROSO expresa

¡No lloréis, ojuelos,
porque no es razón
que llore de celos
quien mata de amor!
Quien puede matar
no intente morir,
si hace con reír
mas que con llorar.
Si queréis vengar
los que muerto habéis,
¿por qué no tenéis
de mí compasión?

Gustavo Adolfo Becquer en alguna de sus rimas exclama

“¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”

Manuel Acuña advierte ANTE UN CADÁVER

en medio de esos cambios interiores
tu cráneo lleno de una nueva vida,
en vez de pensamientos dará flores

Manuel Gutiérrez Nájera reclama en PARA ENTONCES

Quiero morir cuando decline el día
en alta mar y con la cara al cielo;
donde parezca un sueño la agonía,
y el alma, un ave que remonta el vuelo.

O en NON OMNIS MORIAR

¡No moriré del todo, amiga mía!
De mi ondulante espíritu disperso
algo en la urna diáfana del verso
piadosa aguarda la poesía

Y Amado Nervo clama en OFERTORIO.

¡Dios mío, yo te ofrezco mi dolor!
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!
Tú me diste un amor, un solo amor,
¡un gran amor!
Me lo robó la muerte...
y no me queda más que mi dolor.
Acéptalo, Señor:
¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte!...

Ramón López Velarde expresa su pesar en HERMANA, HAZME LLORAR

Fuensanta:
dame todas las lágrimas del mar.
Mis ojos están secos y yo sufro
unas inmensas ganas de llorar.

Yo no sé si estoy triste por el alma
de mis fieles difuntos
o porque nuestros mustios corazones
nunca estarán sobre la tierra juntos.


Delmira Agustini en LO INEFABLE pregunta
.
Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,
no me mata la Muerte, no me mata el Amor;
muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor
de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
que os abrazaba enteros y no daba un fulgor?

Pablo Neruda en FAREWELL confiesa

Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Dejan una promesa.
No vuelven nunca más.
En cada puerto una mujer espera,
los marinos besan y se van.
Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar.

En 1968 Roberto León Santander reflexiona

El lobo mató al cordero
y hoy sus hijos comen pan
Para vivir es necesario comer
Los hijos del lobo tienen derecho a comer
aún a costa de la vida ajena

Luego entonces, los hijos del codero tienen derecho a comer para morir

Para 1971, en memoria de un 2 de octubre, toma en sus manos la muerte y la desea con fervor y coraje

En mis brazos tengo su cuerpo
tan frío que hiela mis manos

Mi hermano ha muerto

¡Lo mataron los soldados!

Quiero gritar y no puedo
siento asfixiarme en mi agonía
justicia clamo al infierno
¡muerte al que cegó su vida!

Y en NUESTRA CITA sublima su soledad

…Y ahí en la soledad de nuestro exilio
te amaré
con la energía de mis besos
y el dolor de mi delirio
y en un solo beso
se perderá la agonía de mi espera
como se pierde el temor a la muerte
cuando ya se ha muerto.
Y así tú como la muerte
y así yo como ya muerto
lucharemos para vencer la vida
que nos separa
por el amor que nos reclama
y nos invita al calor de tu lecho.
Pero es la media noche ya
y yo aquí aún te espero,
aunque sé que ya no vendrás
porque tú
¡amada muerte!
te perdiste hoy
en el tiempo.

Finalmente, en MI AMIGO EL POETA hace memoria

Este zapato viejo me recuerda
el triste paso de mi amigo el poeta
……………………………….

Hoy tampoco sé si este zapato era suyo
o era mío;
lo que sí sé es que este zapato roído
me recuerda su paso lento
y la cara de estúpido que puse
cuando supe que había muerto.

La muerte es un hecho natural, el cual al volverse objeto de la conciencia, se mitifica porque se le concibe como semejante al ser humano, sólo que, a diferencia de éste, cuenta con poderes mágicos, sobrehumanos, sobrenaturales. No obstante, el poeta la toma como un ícono que da sentido a la vida humana misma, aunque también ella es, nada más y nada menos, su negación absoluta. El poeta estetitiza su relación con la muerte, la hace poesía. Pero no cualquier muerte… sólo la humana, o la que afecta intereses de cualquier índole del ser humano. Si muere el perro o el árbol, el sentimiento de abandono no lo viven los demás perros o árboles. Soberbio, egoísta, ególatra antropocentrismo: que más da… no puede ser de otro modo.

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