martes, 15 de mayo de 2012


Tres relatos

Juan Manuel Bonilla Soto



El impuntual



No es habitual. A esa hora, lo usual consiste en buscar una ruta alternativa que permita sortear las

dificultades del congestionamiento y proferir maldiciones en contra de nadie (como si se tratara de

gimnasia o ejercicio matutino) en la medida en que ese laberinto de calles estrechas me arrastra al

vértigo del día que avanza con mayor rapidez que el taxi que con mucha suerte puede abordar en

esa esquina todavía oscura.

El riesgo de otro retardo en mi trabajo esa semana podía darlo por hecho y yo pensaba en las

bondades del gel con aloe vera para afeitadas menos irritantes.



Insólito. Parece que para transitar en esta vida, en el mundo, los laberintos son el único destino.

El recuerdo de esta mañana me hizo cambiar la rutina del traslado de regreso a casa y condujo mi

cansancio hasta ese súper que en las horas de inclemencia su mejor oferta es el oasis del clima artificial

que conjura de igual manera calor, prisa y angustias. Después de poner en mi carrito el gel

con aloe vera para afeitadas menos irritantes y de renunciar a las máquinas con cuatro hojas para

afeitadas más al ras, me encaminé hacia el departamento de frutas y legumbres en búsqueda de apio,

brócoli y col, así, en ese orden (hasta parece que los antojos tienen que ver con el abecedario) y frente

a mis incontrolables ganas de dormir apareció lo que acaso fuera un adelanto del sueño que me

esperara en cuanto me dejara caer en la firmeza onírica del pillow top de mi eloquent spring air: un

par de piernas sobre un impecable par de zapatillas descubiertas, colgando de manera hipnótica del

vuelo de una falda con jardín incluido y una fragancia tan adictiva como la inercia de su contoneo

a esa hora.

Esa visión era una auténtica estrella de pasarela y, aunque distinta a las que regatean en el tianguis

de los jueves, también se le adivinaba algo de mortal, tanto que estuve a punto de acercarme

a ella con el burdo truco del cilantro y el perejil, cuando se le acercó un tipo nada significativo y

tuve que seguir de largo, conformándome con un poco del eco de su aroma que, por alguna razón

inexplicable del recuerdo, lo supe, era Gucci by Gucci, inconfundible por su modernidad de chipre

y su hipnótica base de pachulik y, supe ¿olí? que a ella, también, como a mi trabajo esa mañana,

había llegado tarde.



Las gordas



No me pregunten más, sencillamente estoy enamorado de ella. De Ellas. No hay parámetro; si a ella

no le preocupan las preocupaciones —legítimas o no— de los nutriólogos, esa fauna corrosiva tan de moda ahora, también a mí me tiene sin cuidado el último grito de la tendencia estética, ¡viva la

anorexia y la bulimia!

Por razones de “peso” siempre preferí estar con ella, con Nuestra Señora de la Garnacha.

Santa patrona de la quesadilla (sea de flor o chicharrón prensado), del sope (aquí prefiero salsa

de guajillo) y del pambazo (por favor doble ración de papas); incansable patrocinadora de la lonja,

madrina del colesterol y prima hermana de las tallas extras, por favor no me abandones; que nunca

te intimide el miedo a la diabetes ni la perversidad de las campañas en contra de la obesidad.

Si continúas satisfaciendo mis instintos y apetitos por demás inconfesables, si me sigues obsequiando

con el crujido de tus chicharrones, con el gemido del aceite o la manteca en el comal, yo

me comprometo a ser un preclaro ejemplo de piedad cristiana y no sólo perdonaré, sino que seré

tu incondicional aliado en esa enemistad a muerte que tienes en contra de la tanga, el babydoll y el

negligé.

Tranquilidad

Es que no encuentro el adjetivo ad hoc que le podamos endilgar a esa provocación; surgido en el delirio,

en la fiebre, en lo menos inmaculado de la meditación, esa mañana cruzó frente a mi taza de café

el desafío aquél. Un trasero estéticamente descomunal. Si nada más seguir ese vaivén del pantalón

resultaba hipnótico, un perder para siempre la tranquilidad que esa mañana prometí…

Pero es que ese contoneo tan mañaneramente retador bajo el amparo de la auto suficiencia que

le daba el saberse poseedora de una grupa semejante y el serpentear de los muslos y las pantorrillas,

no podía ser otra cosa que el preámbulo de los aplausos, la incuestionable orden para que la jauría

de emociones que me provocaba esa aparición se convirtieran en piropo y ladrara con rabia a esa

conspiración del ritmo y al mortuorio punch que destilaba su fragancia.

No había absolutamente nada que hacer. Contemplar, nada más que contemplar, esa era la tarea.

Y es que esa mujer tenía su manera propia para respirar. Cada subir y bajar de su protuberancia posterior

para ella debía significar una expansión espectoral, tal vez algún ventrículo secreto o alguna

arteria aorta estaban conectados con su corazón. Estoy seguro que no respiraba por sistema pulmonar

o bronquial. Ese trasero, por el amor de dios, no era anfibio ni batracio, cómo hubiera querido yo

que su reino me viniera. (Si ese aguayón hubiera sido bendecido con el don de la palabra, tengan la

seguridad que no hubieran faltado académicos y acomedidos que lo hubieran nominado para recibir

el Premio Cervantes de literatura.)

Contra cualquier pronóstico de quienes me conocen, de todos los que no hubieran escatimado

envidia ni hubieran pensado un par de veces en apostar toda su quincena a mi victoria. Contra

cualquier pronóstico, callé.

Qué decepción para mis contertulios, para los cófrades, qué chasco se llevaron los apóstatas que

depositaron todos sus huevos en la hasta ese momento canasta invicta de mi osadía. Sí, amigos

míos, guardé un silencio tan clemente y tan extenso como los seis años que duró el pontificado de

Emilio Bonaventura Altieri y mi único acierto consistió en colocar la mano en mi entrepierna para

ocultar mi duelo y, buscando una acción caritativa, apaciguar en algo ese prurito que desde entonces me atormenta.


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