Tres relatos
Juan
Manuel
Bonilla
Soto
El impuntual
No es habitual. A esa hora, lo usual
consiste en buscar una ruta alternativa que permita sortear las
dificultades del congestionamiento y
proferir maldiciones en contra de nadie (como si se tratara de
gimnasia o ejercicio matutino) en la
medida en que ese laberinto de calles estrechas me arrastra al
vértigo del día que avanza con mayor
rapidez que el taxi que con mucha suerte puede abordar en
esa esquina todavía oscura.
El riesgo de otro retardo en mi trabajo
esa semana podía darlo por hecho y yo pensaba en las
bondades del gel con aloe vera para
afeitadas menos irritantes.
Insólito. Parece que para transitar en
esta vida, en el mundo, los laberintos son el único destino.
El recuerdo de esta mañana me hizo
cambiar la rutina del traslado de regreso a casa y condujo mi
cansancio hasta ese súper que en las
horas de inclemencia su mejor oferta es el oasis del clima artificial
que conjura de igual manera calor,
prisa y angustias. Después de poner en mi carrito el gel
con aloe vera para afeitadas menos
irritantes y de renunciar a las máquinas con cuatro hojas para
afeitadas más al ras, me encaminé hacia
el departamento de frutas y legumbres en búsqueda de apio,
brócoli y col, así, en ese orden (hasta
parece que los antojos tienen que ver con el abecedario) y frente
a mis incontrolables ganas de dormir
apareció lo que acaso fuera un adelanto del sueño que me
esperara en cuanto me dejara caer en la
firmeza onírica del pillow top de mi eloquent spring air: un
par de piernas sobre un impecable par
de zapatillas descubiertas, colgando de manera hipnótica del
vuelo de una falda con jardín incluido
y una fragancia tan adictiva como la inercia de su contoneo
a esa hora.
Esa visión era una auténtica estrella
de pasarela y, aunque distinta a las que regatean en el tianguis
de los jueves, también se le adivinaba
algo de mortal, tanto que estuve a punto de acercarme
a ella con el burdo truco del cilantro
y el perejil, cuando se le acercó un tipo nada significativo y
tuve que seguir de largo, conformándome
con un poco del eco de su aroma que, por alguna razón
inexplicable del recuerdo, lo supe, era
Gucci by Gucci, inconfundible por su modernidad de chipre
y su hipnótica base de pachulik y, supe
¿olí? que a ella, también, como a mi trabajo esa mañana,
había llegado tarde.
Las gordas
No me pregunten más, sencillamente
estoy enamorado de ella. De Ellas. No hay parámetro; si a ella
no le preocupan las preocupaciones —legítimas
o no— de los nutriólogos, esa fauna corrosiva tan de moda ahora, también a mí
me tiene sin cuidado el último grito de la tendencia estética, ¡viva la
anorexia y la bulimia!
Por razones de “peso” siempre preferí
estar con ella, con Nuestra Señora de la Garnacha.
Santa patrona de la quesadilla (sea de
flor o chicharrón prensado), del sope (aquí prefiero salsa
de guajillo) y del pambazo (por favor
doble ración de papas); incansable patrocinadora de la lonja,
madrina del colesterol y prima hermana
de las tallas extras, por favor no me abandones; que nunca
te intimide el miedo a la diabetes ni
la perversidad de las campañas en contra de la obesidad.
Si continúas satisfaciendo mis
instintos y apetitos por demás inconfesables, si me sigues obsequiando
con el crujido de tus chicharrones, con
el gemido del aceite o la manteca en el comal, yo
me comprometo a ser un preclaro ejemplo
de piedad cristiana y no sólo perdonaré, sino que seré
tu incondicional aliado en esa
enemistad a muerte que tienes en contra de la tanga, el babydoll y el
negligé.
Tranquilidad
Es que no encuentro el adjetivo ad hoc
que le podamos endilgar a esa provocación; surgido en el delirio,
en la fiebre, en lo menos inmaculado de
la meditación, esa mañana cruzó frente a mi taza de café
el desafío aquél. Un trasero
estéticamente descomunal. Si nada más seguir ese vaivén del pantalón
resultaba hipnótico, un perder para
siempre la tranquilidad que esa mañana prometí…
Pero es que ese contoneo tan
mañaneramente retador bajo el amparo de la auto suficiencia que
le daba el saberse poseedora de una
grupa semejante y el serpentear de los muslos y las pantorrillas,
no podía ser otra cosa que el preámbulo
de los aplausos, la incuestionable orden para que la jauría
de emociones que me provocaba esa
aparición se convirtieran en piropo y ladrara con rabia a esa
conspiración del ritmo y al mortuorio
punch que destilaba su fragancia.
No había absolutamente nada que hacer.
Contemplar, nada más que contemplar, esa era la tarea.
Y es que esa mujer tenía su manera
propia para respirar. Cada subir y bajar de su protuberancia posterior
para ella debía significar una
expansión espectoral, tal vez algún ventrículo secreto o alguna
arteria aorta estaban conectados con su
corazón. Estoy seguro que no respiraba por sistema pulmonar
o bronquial. Ese trasero, por el amor
de dios, no era anfibio ni batracio, cómo hubiera querido yo
que su reino me viniera. (Si ese
aguayón hubiera sido bendecido con el don de la palabra, tengan la
seguridad que no hubieran faltado
académicos y acomedidos que lo hubieran nominado para recibir
el Premio Cervantes de literatura.)
Contra cualquier pronóstico de quienes
me conocen, de todos los que no hubieran escatimado
envidia ni hubieran pensado un par de
veces en apostar toda su quincena a mi victoria. Contra
cualquier pronóstico, callé.
Qué decepción para mis contertulios,
para los cófrades, qué chasco se llevaron los apóstatas que
depositaron todos sus huevos en la
hasta ese momento canasta invicta de mi osadía. Sí, amigos
míos, guardé un silencio tan clemente y
tan extenso como los seis años que duró el pontificado de
Emilio Bonaventura Altieri y mi único
acierto consistió en colocar la mano en mi entrepierna para
ocultar mi duelo y, buscando una acción
caritativa, apaciguar en algo ese prurito que desde entonces me atormenta.
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